
Algunas veces me hago amigo de la tristeza.
Entonces no me golpea, me abraza.
Esos días no está enfrente,
afilada, indiferente, fría y distante.
Se sienta conmigo, en silencio.
Me mira con más cariño que pena,
pone su mano en mi hombro
y me atrae hacia sí, maternal y serena.
En su ternura late una promesa:
«No me quedaré mucho. Lo sabes.»
Lo sé.
Su compañía, entonces, no es áspera.
Su presencia no incomoda.
He aprendido a bailar también con ella.
No lo hacemos mal.
Se irá pronto.
Volverán el canto, la palabra, los amigos,
la risa, el fulgor en los ojos,
la alegría cansada del final de la jornada.
Pero sé que, aún invisible,
ella me ronda
para pasar algún rato conmigo,
eterna compañera
de batallas que lucho desde siempre.