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Color (por Anastacia López Navarro)


Aquel domingo, Lanu, se cayó de una escalera, mientras terminaba un mural que le había pedido la máxima autoridad de la región. La caída aparatosa le produjo un fuerte hematoma en la cabeza al golpearla con el borde del capitel de una columna. Dos días después había vuelto a terminar su trabajo y notó una especie de sensación borrosa en la vista a la que no prestó atención.
Desde hacía mucho tiempo su voz se había perdido entre los pasadizos de su mente, la escuchaba fuerte y clara ahí adentro, pero no podía pronunciar palabra alguna. Había sufrido una enorme pérdida y decidió no volver a hablar.
Al salir del recinto, mientras se dirigía a su taller, notó que todo a su alrededor se tornaba gris, su mirada era como un rayo devastador y el mundo se decoloraba a su paso.
Se detuvo en la esquina y vio como el carmín del semáforo se volvía blanco y negro y así los árboles eran abandonados por la clorofila, los autos desteñidos y la piel de los transeúntes se hacía incolora.
Sentía como su vista, disminuida por una acromatopsia repentina causada por el traumatismo que afectó su corteza cerebral, iba decolorando las calles, los edificios y la ciudad que parecía un lugar distópico e inerte,
El fuerte ruido de una bocina lo sacó de aquel paroxismo y buscó inmediatamente una cabina telefónica para llamar a alguien que pudiera venir a socorrerlo, pero recordó su voto de silencio y observó que la monocromía de los espacios estaba tan saturada que apenas podía diferenciar un objeto de otro.
El miedo se fue apoderando de él y sintió como su cuerpo temblaba por dentro, le costaba respirar y por más que lo intentaba no lograba articular ningún sonido.
Llegó a la plaza del centro y se sentó en aquellos bancos que al contacto con su cuerpo se volvieron piezas de metal pesado y negro, los girasoles de la jardinera le dieron la espalda y aun así se tornaron grises mientras sus pétalos se recogían intentando guardar algo de luz.
La angustia de Lanu crecía, a medida que se internaba en un mundo de contrastes, una gama lúgubre y sombría que lo llevaban rumbo a la noche oscura del alma.
Su voz chocaba en el laberinto de su mente y por más que invocaba las palabras que nombraban los colores, ninguna salía de aquel encierro iridiscente que las mantenía atrapadas en la ausencia parcial de la luz y el sonido articulado.
De pronto, recordó aquella habitación en la que había vivido durante años mientras pintaba cuadros en su temprana adultez. Aquel que una noche abandonó y decidió olvidar cuando su única y verdadera musa lo había dejado por un marino que se la llevó en un barco que naufragó en altamar, dos días después de que él hubiera terminado aquella pintura sobre un tifón en mar abierto.
Conocía aquel lugar como la palma de su mano, así que al tomar el pomo y girarlo vio como sus manos se volvieron gris cenizo e instintivamente, antes de entrar, cerró los ojos para no arruinar el único espacio con vida que le quedaba.
Fue tocando sus paredes, una a una, mientras inhalaba aquel olor a óleo y acuarela que impregnaban aún el cuarto. El olfato lo conectó con sus recuerdos más intrínsecos y a su memoria volvían las imágenes que cobraron vida en aquel recinto.
Ahí sus caballetes, cubiertos por sabanas empolvadas, las paletas limpias y los pinceles alineados, esperaban algún imperativo, algún mandato sagrado que los sacara de aquel estado inanimado en el que los habían sumido, junto a todo lo que ocupaba esa habitación detenida en el tiempo.
Sus labios intentaban pronunciar lo que sus ojos no podían ver y en una suerte de vórtice de tiempo, tropezó con un lienzo que aguardaba en una esquina, también estaba cubierto y perdido en la memoria, tras un olvido deliberado y selectivo.
Las manos incoloras y tristes deslizaron la tela y con la yema de los dedos delineó los trazos y pinceladas que habían dado vida a aquella obra. De pronto el frío azul de sus ojos y el rojo intenso de sus labios detuvieron el recorrido y como quien vuelve de un coma inducido pronunció cada color que iba tropezando en el lienzo.
Su dicción era la de un hombre redimido y sanado, que había perdonado y se había perdonado a sí mismo. Abrió los ojos y una lágrima cayó sobre la mica de su reloj mientras un rayo de luz la atravesó como a un prisma y al asomarse a la ventana vio desplegarse un arcoíris que recorrió todas las calles que había caminado desplazando todo el gris a su paso.
Recordó aquella frase de Orhan Pamuk “ El color es el tacto de los ojos, la música de los sordos, una palabra en la oscuridad”.

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Publicado por Escritosoriginalesmanu

Hija, esposa, madre, docente de ❤ escritora en proceso, amante de la naturaleza, confío en un cambio intrínseco de la humanidad

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